sábado, 25 de julio de 2009

Árboles

CAPÍTULO XI: ÁRBOLES
por Carol Miller
Extracto de "México Mío", libro en proceso


I: Los secretos de la vida


Y “¿cómo,” preguntaron los sabios de las culturas de la antigüedad, “se apoya la tierra, si no con el axis mundi, el árbol de la vida?” La repuesta la ofreció el botánico californiano Luther Burbank: “los secretos de la vida pueden sumarse en un árbol”.

Incluso, para los pueblos prehispánicos, los muertos de buen augurio podían reaparecer en la rueda de la existencia como árbol, y la cruz cristiana era, como la misma cruz de sus propias ceremonias, un árbol de la vida. La estela montada en el caparazón de una tortuga, para los chinos y vietnamitas es el árbol de la vida. El palo o tronco que apoya la sombrilla en las imágenes mayas, birmanas, siamesas, jemeras y polinesias, es también el simbólico árbol, con el cual, para ellos, no sólo se apoya el planeta sino que se detiene el cielo.

La costumbre japonesa de ichigo-ichie, la disciplina de convertir cada instante en un tesoro, buscando así la perfección, definitivamente se respalda en árboles, especialmente cuando están en flor, o cuando en el jardín de mi casa se trepa una enredadera de trompetilla, con sus flores escarlatas, entre las ramas de nuestro enorme liquidámbar, creando así un arreglo natural que daría envidia a cualquier esteta japonés.

Son los árboles los que se imponen en nuestra imaginación. Nos arraigan al suelo de este frágil planeta. “Los árboles viejos muestran más carácter que los jóvenes,” dice el Dr. Andrew Weil en su libro, Envejecer con salud, “mas no es por eso que los veneramos, los consideramos sagrados, y organizamos peregrinaciones para contemplarlos. Les rendimos honores porque saben sobrevivir.”

Los árboles fueron formados, decía la Avesta Zand (la versión modificada del libro de Zoroastro) de los mirtos y arrayanes y de las palmeras de dátil, hasta que se creó el Gaokerena (el Irminsul, el Wakah Chan, el Sakaki), culto bien guardado entre los gnósticos de Egipto y Persia, que veneraban el árbol sagrado arraigado en el mar que contiene las semillas de todas las plantas, sobre todo las curativas, y cuyo jugo proporciona el elixir de la inmortalidad.

Todas las culturas antiguas veneraban algún árbol. Tal vez nos referimos al famoso tule o ciprés (Taxodium mucronatrum) en Santa María del Tule, en las afueras de Oaxaca en el sur de México, el árbol de más circunferencia en el mundo. Podríamos incluir el Jomon Sugi (Cryptomeria japonica) en Yakushima, una isla circular al sur de Kyushu in Japón, presumiblemente, aunque no sea probable, de siete mil dos cientos años de edad. O quizás el Sri Maha Bhodi (Ficus religiosa), el sagrado árbol bhodi en Anuradhapura en Sri Lanka, donde supuestamente el Buda recibió su iluminación. Según los adeptos a la filosofía de este gran profeta es el árbol más viejo del mundo.

Existen cedros gigantes (Cedros libani), antiguos cuando los estudiosos judíos redactaban el Viejo Testamento, ahora muy escasos, imponentes en un parque nacional que visitamos Tomás y yo en el Monte Líbano. Las ramas masivas de un abrumador abeto Douglas (Pinaceae pseudotsuga manziesii), en el noroeste del Pacífico americano, convierten en miniatura hasta a las ilusiones más grandiosas. Y, ¿qué tal los viejos, huecos, sugerentes baobab (Adansonia digitata) en África, inspiración para Antoine de St. Exupéry en su Principito? Y, ¿los gigantescos sequoia (Sequoisadendron giganteium), en la Sierra Nevada de California, que llevan el nombre de un cacique indígena y que son los árboles más altos del mundo?

El tamaño, sin embargo, es sólo uno entre varios criterios. Gran número de bonsái (de la palabra japonesa que define el hecho de plantar en charola) pueden presumir de cien, doscientos, hasta cuatrocientos años, tal vez más, pero lo admirable origina no en su edad sino en su estética, en el equilibrio de su exquisita proporción, cultivada constante y minuciosamente.

Aún así, existen otros parámetros. El cariño personal cuenta para algo. En una ocasión, caminando en nuestro parque (en realidad un generoso camellón que, con un poco de ayuda de una imaginación fértil se convierte en un mundo en microcosmos) a dos cuadras de la casa, me encontraba con Memo, el mozo quien nos ayudaba con el jardín y los perros. Estábamos hablando de los árboles, específicamente el liquidámbar (Liquidambar stryaciflua) junto a la ventana de la cocina. Hace mucho, Tomás y yo de viaje, Agustina, nuestra entonces-sirvienta, decidió que el árbol estaba creciendo muy cerca de la casa, y lo mandó podar. “Las ramas invadían la azotea,” nos explicó después, en un intento de justificar su acción, cuando exigía yo una explicación. “Cuando caen las hojas en febrero, se atascaban los desagües.” Y, ¿por qué el mozo en turno no barría las hojas? ¿Por qué Agustina se extralimitó en su autoridad?

El árbol, noble y valiente, por mucho tiempo logró sobrevivir, no obstante con una salud siempre precaria, más aún cuando convertí su jardín en un patio pavimentado para acomodar dos de mis perros, dejando sólo un cuadro de tierra, enmarcado por un filo de concreto, donde sus raíces se podían alimentar, aunque siempre castigadas, preferiblemente con un suplemento de una o dos cubetas de agua al día. Ni siquiera durante las lluvias más torrenciales de la época de aguas recibía lo suficiente para mantenerlo, sin su dosis de agua auxiliar.

Cuando su árbol compañero, al otro lado del patio, frondoso, monumental y esplendoroso, lucía un nubarrón de hermosas hojas tiernas y verdes, los patéticos restos del sobreviviente del asalto de Agustina apenas producían unas pocas hojas tentativas, para adornar lo que quedaba de sus ramas, que poco a poco se iban secando. Mutilado, martirizado, generalmente descuidado sobre todo si estábamos fuera de la ciudad, de todos modos era mi árbol favorito, mayormente por su coraje necio y persistente.

Mientras paseamos los perros por el parque, un día le pregunté a Memo si en su opinión debíamos de darnos por vencidos y dejar secar el pobre árbol, o si podríamos continuar con los intentos de mantenerlo. Mi muchacho, con gran sinceridad, me aseguró que el árbol podía vivir, y que él estaba dispuesto a proveerlo de las dos cubetas diarias de rigor, aumentándolas si fuera necesario, durante la época de estiaje. “Sería una lástima cortarlo, ya que a usted le gusta tanto.” Desde luego, las palabras de Memo las estoy interpretando, ya que él, como la mayoría de los campesinos de las provincias remotas de nuestro país, se expresa, si acaso, en su idioma nativo. Su español es deficiente, y él, en el mejor de los casos, no es muy articulado. En cuanto al árbol, tardó casi veinte años en darse por vencido, pero finalmente no sólo se secaron los restos de sus ramas sino que se convirtió por dentro en polvo fino, y un día, para evitar que se cayera, lo tuvimos que cortar.


II: Un pino disléxico

Con eso me sentí obligada a contarle a Memo la historia de mis amigos, Catalina, una norteamericana, y Gabino, originario de Inglaterra, residentes en un bosque cerca de Albany, en el estado de Nueva York. Apenas unas semanas antes Gabino me había enviado por correo electrónico la foto de un enorme pino, apresado contra un costado de su casa de madera, al final de una vereda rústica. Una flecha dibujada, haciendo un arco a través de toda la foto, indicó con ominosa inferencia, “Aquí puedes ver el árbol que cayó encimo de mi.”

Yo creí que era una broma, o quizás uno de esos insistentes “re-envíos”, con la intención de entretenerme, o filtrar algún mensaje positivo, de optimismo y perseverancia. Se aclaró el mensaje, de lo que fue casi una calamidad, cuando llegó un correo posterior, de parte de Catalina, explicándome que venía en su automóvil, de regreso de su trabajo, cuando Olga, su mamá, le habló por su celular, para avisarle que había ocurrido un accidente. Pobre Catalina. Casi se infartó. Por lo pronto, dejó de respirar. Se había casado con Gabino apenas seis meses antes. De hecho, yo los había presentado, mediante una jugada de backgammon en el Internet. Después de un período de cortejo entre dados y retos, le recomendé a Gabino que visitara personalmente a Catalina, para cerciorar su enamoramiento. Él viajó a Estados Unidos para conocerla, ella hizo un viaje a Inglaterra para presentarse con su familia, y finalmente fijaron la fecha para su boda. Me invitaron a acompañarlos como su dama de honor.

La boda fue en mayo. Al parecer Olga, quien habita la casa de junto a la de ellos, decidió en noviembre que la hilera de seis gigantescos pinos, primero que nada le restaba luz durante el invierno, y por otra parte, evitaba que entrara el sol en la recámara de Catalina y Gabino. No menos significativo, propiciaban el hielo que hacía resbaloso el camino durante los meses de frío.

Ahora bien, a mi me parece que los árboles que restan luz en invierno, cuando de por sí hay poco sol, harían frescos los meses de calor, pero nadie pidió mi opinión y además, nací en el sur de California. No conozco los inviernos severos. Nunca he tenido que pasar una temporada de nieve y hielo. En todo caso, yo amo a los árboles. Vivo en un país donde el problema no es la luz sino la tala indiscriminada, y la escasez en general de árboles, debido no sólo a la industria maderera, sino especialmente a las fogatas caseras, la leña para las chimeneas, y el mal manejo, en general, de nuestras zonas boscosas.

Evidentemente, Olga tenía otro concepto. Teniendo por todos lados un bosque entero, le parecían excesivos los seis pinos, creciendo desmedidamente a lo largo de su camino de acceso. Con eso ordenó que se cortaran. Gabino ofreció ayudar al equipo encargado de la faena. “No más le echaba una mano a mis amigos,” me contó después. No era muy probable que fueran sus amigos. Apenas se había mudado seis meses antes a los Estados Unidos, desde el centro metropolitano de su Londres nativo, para casarse con Catalina, y no estaba, que yo sepa, adiestrado en el arte de la tala de los árboles.

De hecho, el tronco del árbol junto a la ventana de su recámara ya se había trozado y las cadenas colocadas, para asegurar que cayera hacia afuera, cuando inexplicablemente giró sobre su propio eje, ciento ochenta grados, tambaleó peligrosamente, luego cayó hacia la casa, con Gabino en su camino. La Gran Bretaña, con su legado celta, es notoria por su incidencia de dislexia, pero por el hecho de vivir Gabino junto al pino, ¿sería posible proyectar el dominio del lado derecho del cerebro al árbol?

El golpe fue amortiguado por un rincón de la casa, la cual fue casi demolida. El árbol en todo caso quedó con sus ramas incrustadas en la tierra del camino de acceso. Gabino quedó apresado por las ramas, y de haber sido menos afortunado, hubiese convertido a Catalina en una viuda prematura.

De hecho, Gabino se recuperó de un golpe severo aunque no crítico, con un trauma al hombro, la espalda, dos costillas fracturadas, y mucho susto. ¿El seguro médico? “Todavía no cobraba validez,” me explicó Gabino en su carta. “Me convenía esperar tres o cuatro semanas antes de tener un accidente. Me daba mucha pena con Catalina. Creí que iba a enojarse mucho, por el gasto inesperado.”



III: Los pinos en llamas


Para ahora Memo y yo, los perros junto a nosotros, habíamos llegado al tronco de un árbol quemado. Había sido un árbol importante, de gran presencia, elevando sus ramas por los menos veinte metros al aire. “Era un domingo por la mañana,” le contaba a Memo, “muy tranquilo, al igual que el día de hoy, pero hace varios años, con la luna llena todavía suspendida como un plato plateado, arriba del horizonte poniente. Subí por esa loma de pasto verde, levanté la vista, y me di cuenta que el árbol estaba en llamas. No había un solo coche por las calles, y nadie a la vista. Empecé a tocar los timbres de todas las casas. Me sentí como Casandra, la heroína de la Ilíada, porque cuando informé a los propietarios de las residencias en el Pedregal que se quemaba un árbol frente a su puerta, no me creían. Querían volver a dormir. Por fin pasó un pequeño taxi Volkswagen y pedí al chofer su ayuda, antes de que el incendio llegara a los cables de luz.”

Memo quedó muy impresionado con mi relato, estudió con cuidado al tocón y se asombró con la destrucción de un arbolón de veinte metros. “Seguramente se prendió el incendio desde la noche anterior,” me dijo, muy pensativo, “porque si no, ¿cómo podría haberse quemado todo el árbol, con las llamas en al aire.” Hacía un esfuerzo para visualizar el espectáculo.

“Los árboles son bellos,” le dije, “pero también, si son pinos, con su resina escurrida, son un peligro, sobre todo si están muy secos, y unos maleantes le prenden fuego. Se queman aprisa y las llamas lo consumen rápidamente. Este árbol en particular tuvo la sensatez de quemarse en un área abierta. El único riesgo fue el cableado eléctrico. Déjame contarte de una experiencia que tuvimos con la Navidad. ¿Nunca te has preguntado por la ausencia de guías de luces en nuestro árbol?”

Asintió con gran solemnidad, pero consternado. Creo que no entendió mi pregunta. (Creo que mis narrativas son ajenas a su mundo. O quizás, no está poniendo atención.) “Nunca ponemos luces al árbol de Navidad,” le dije de nuevo. Siguió de frente, buscando su camino entre las piedras de lava en el parque. Luego se detuvo, y me miró de frente, esperando que continuara. Todavía no entendía bien. “¿Qué crees que sucede si se hace un corto? Los árboles de Navidad son de pino, ¿no es así? Bueno, ¿qué es lo que distingue a los pinos?”

“Las agujas,” me contestó, con alegría, muy congraciado con su propia perspicacia. (Ahora sí, está picada su curiosidad.)

“No, Memo,” le dije, tratando de ser tolerante. “La resina. Si se prende fuego un árbol de Navidad, que ya está seco, suben las llamas con gran rapidez y se quema enseguida, llevando toda la casa a su alrededor. Así le pasó a una amiga mía.”

Su rostro se volvía incrédulo. “Ella estaba viendo la televisión con su hijo cuando notó un resplandor rojizo en el cuarto de junto. Se asomó para ver qué era. Se dio cuenta de una hilera de flama a través del piso de su estudio, donde había montado el árbol de Navidad, rodeado de todos los regalos. Estaban explotando las botellas de vino, estallaban en llamas las cortinas, y se hacían ampollas de calor en la tapicería de piel del sofá.

“Corrieron mi amiga y su hijo a llevar cubetas de agua pero ya para cuando regresaron al estudio enfrentaban una muralla de llamas. Apenas lograron salir de la casa, ellos con la ropa que llevaban puesta, a más de sus tres perros. Se quemó, o quedó inservible a causa del humo, casi todo su arte, su loza, muebles, tapetes, ropa, artefactos personales. Los cuadros que no quedaron destruidos los mandó a Tomás para su restauración y a mi me mandó las esculturas en bronce que lograron salvarse, para que se re-patinaran.

“La casa, en sí, se salvó.” Memo seguía estupefacto, incapaz de imaginar la destrucción. “Se quemaron sus vigas, y su reventaron las columnas de concreto, pero la construcción, de piedra, quedó intacta. Me acuerdo,” le seguí contando a Memo, “cuando yo tenía alrededor de catorce años. Vivía en la costa de California, donde se construye con palos de madera, lámina de conglomerado y tablas al exterior. Arribé un día de la escuela, y mi casa había desaparecido.”

Memo se detenía. “Pero, ¿qué le pasó?” me preguntó a su vez.

“Yo di la vuelta por el camino de acceso, desde la carretera hacia el final del callejón, que terminaba al pie de una colina. Del otro lado había una barranca, llena de árboles, todavía en llamas. Pensé que me había equivocado de camino, porque no veía ninguna casa. Sólo se levantaba el humo del papel, de una colección de revistas que había guardado mi mamá, curiosamente de la revista Life. Tenía desde el primer número, que salió en 1933, el año en que yo nací. ¿Quién iba a decir que llegaría yo a trabajar como corresponsal en México, años más adelante, de esa misma revista?”

Todavía quedó paralizado Memo. Me estaba mirando pero no captaba lo que le estaba diciendo. “Lo mejor del caso es que en la mañana, cuando me fui para la escuela, mi mamá había llevado mi perra collie al veterinario, para que la bañaran. Nuestra gatita siamesa también se salvó porque se escapó de la casa y corrió por la colina. Se quemaron los cojines de sus patas, pero no fue grave. Todo lo demás lo perdimos.”

“Pero, ¿cómo fue? ¿Por qué se quemó la casa?” (Está poniendo atención a mi relato pero al parecer no tiene mucho interés. Estamos nada más pasando el rato.)

“No sé, Memo. Parece que explotó un tanque de gas. Tuvimos que buscar refugio en la oficina del alguacil. Los vecinos nos llevaron cepillos de dientes y una muda de ropa, para que pasáramos la noche. Éramos, de alguna manera, celebridades en ese pueblo. Todo el mundo sabía que mi mama había salvado un bebé, que alguien dejó en su moisés afuera de la puerta de la cocina. La madre de la criatura, aparentemente una mexicana indocumentada, corrió a esconderse en la barranca y ahí la encontraron los policías. Salió en todos los periódicos de Los Ángeles. Mi mamá dijo que quería quedarse con la bebita, pero no estaba permitido. El proceso y el papeleo tenían que pasar por la burocracia de la oficina de servicios sociales, y la bebita tenía que entregarse a una casa de cuna, mientras se la ofrecían en adopción. (Memo se quedó pensativo. Yo no lo sabía entonces, pero mi muchacho había embarazado a su novia y no sabían qué hacer con el futuro bebé.)

“Vivíamos en una zona boscosa, poco poblada. En aquel entonces era lejos de la ciudad. La casa, dentro de un claro entre los árboles de tamarisco y sicamora (que me encantaban porque estaban asociados con la deidad egipcia Isis), tenía dos pisos. Yo habitaba un cuarto que se había habilitado en la parte de abajo, frente al corral que a su vez daba a la barranca. Un día salí de mi cuarto con la intención de subir a buscar algo que comer en la cocina y me asomé al corral, donde mi collie cuidaba su camada de cachorros, recién nacidos. Me di cuenta que una culebra de cascabel, espalda de diamante, de dos metros de largo, aguardaba en la barra, arriba de la cerca. Estaba preparando un ataque a mis cachorros pero se asustó cuando abrí la puerta de mi cuarto. Quería escaparse hacia la barranca pero corrí al garaje, tomé el hacha de mi padrastro, y la maté. Me daba pena, pero ¿qué otra cosa podía hacer? A los pocos días encontramos su pareja, pero se nos perdió entre la maleza.”




IV: Un amor ardiente


Seguimos caminando, ahora en silencio. De repente se paró Memo. Empujó a un lado su mata de pelo negro, con un gesto veloz de su mano, y se me enfrentó con una mirada trágica. También tenía una anécdota que contar. “En mi pueblo,” comenzó, “por la sierra del lado del Pacífico en Oaxaca, tierra de la Virgen de Juquila, hace como dos años y medio, había un muchacho. Lo conocía. Éramos compañeros de primaria. Se enamoró de una muchacha de la aldea de junto. Ella había tenido un novio pero rompió con él. Empezó a salir con mi amigo y estaban haciendo los planes para su boda. Fijaron fecha, fueron de peregrinación al santuario de la Virgen, y toda la aldea estaba planeando el banquete, y la música, y la fiesta.” Se detuvo para respirar. Aprovecharon los perros para mordisquear los últimos retoños de pasto aún no quemados por el frío de noviembre. “Mi amigo estaba loco por esa muchacha.”

“Luego, ¿qué pasó?” le pregunté. (Debe de haber un motivo para justificar este relato, pensé para mi.)

“El ex novio, enfurecido, fue a la plaza de la aldea de la muchacha, con una pistola cargada.”

“Y, ¿qué pasó?” (Definitivamente, me espera un motivo, y no estoy segura que lo quiero escuchar.)

“Empezó a tirar. Trozó los cables eléctricos para que no hubiera luz, y no podía acontecer la boda. No había luz para la iglesia, no había luz en la plaza, y no había luz en la casa que mi amigo había alquilado para la fiesta.”

“Pero, ¿a quién se le ocurre semejante estupidez? Espero que nadie quedó lastimado.”

“Sí se lastimó alguien. De hecho, se lastimó todo el pueblo, y el campo, y la sierra. Las chispas de los cables, cuando cayeron al suelo, prendieron fuego al pasto seco. Se encendía. No tardó nada para que también se encendieran los árboles. Los animales corrieron para salvarse de las llamas. Enseguida se devastaron cuatro hectáreas. El humo se metía a las casas y la gente se ahogaba. Varias casas también se quemaron. Se tuvo que cancelar la boda.”

“¡Qué terrible historia!” le dije.

“Sí, terrible,” me contestó Memo. “Todos esos árboles achicharrados. Los animales. La gente sin casa. Mi papa encabezaba un comité. Llamó al servicio forestal para que nos donara cientos de pinos chicos y todo el mundo cooperó, para plantarlos. Primero los insertaron en la tierra en sus bolsas de plástico negro, pero ya que habían prendido, se trasplantaban. Van muy bien. Están creciendo.”

“Me imagino que la gente en tu montaña cuida mucho a los árboles, ya que les costó tanto trabajo plantarlos.”

“Excepto el muchacho que baleó los cables. Él fue a dar a la cárcel. Dijo que no quería hacer ningún daño, sólo evitar que la muchacha se casara con otro hombre, pero mira, todo el daño que provocó. Nuestro bosque estaba negro, lleno de tocones quemados. La gente pasó meses limpiándolo para poder plantar los pinos chicos.”

“¡Qué suerte que tu papá encabezaba un comité! Seguramente le ayudó el gobierno del estado.”

“Para nada. Las aldeas por nuestra sierra ni existen para el gobierno del estado. Nos tienen olvidados, al menos que se acerca una elección. Entonces llegan los políticos y tapizan el pueblo con los cartelones de los candidatos. Presentan discursos y reparten camisetas y pancartas. Se supone que después de las elecciones tienen que recoger su basura, pero nunca lo hacen.”

“Y, ¿qué pasó con los animales en el bosque?”

“Eso es lo bueno, tenemos muchos venados, más ahora que se han plantado los nuevos árboles. El bosque les da protección. Los campesinos antes los mataban para comerlos pero ya no se permite. Alguien que lastima un venado, lo mismo una persona que corta un árbol, tiene que pagar una multa. Puede ir a la cárcel. Mi papá encabeza el comité.”


oOo

1 comentario:

  1. Estaba buscando documentación sobre el sicamor y he caído aquí; lo he leído y me ha impresionado.
    Lo menos que puedo hacer es darle las gracias por el rato que me ha regalado.
    Muchas gracias.

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