jueves, 23 de julio de 2009

Monasterio de Santa María de los Reyes

CAPÍTULO IX: EL MONASTERIO DE SANTA MARÍA DE LOS REYES
por Carol Miller
Extracto de "MEXICO MIO", libro en proceso



I: Huatlatlauca

A las tres de la tarde el despiadado sol de marzo se encuentra todavía en alto. Se ve poca gente en las dos calles paralelas (solo una de ellas está pavimentada) de un pueblo elusivo, apenas visible en el mapa y casi inexistente en la realidad. Sólo podemos distinguir a dos hombres muy concentrados en la labor de la reparación de su venerable vehículo, dos niñas quienes fueron a recoger las tortillas para la comida, y un perro, olfateando la cuneta. .

La plaza ocupa el centro del pueblo. Está dominada por un edificio sencillo, más bien una casa tendiendo a solemne, recién pintada de blanco, de un solo piso. Por lógica, por la bandera y el escudo arriba de su puerta principal, deberíamos de asumir que es la presidencia municipal. Locales comerciales la enmarcan por los dos lados, mirando hacia el “parque”: un pequeño espacio del lado opuesto de la calle, sembrado con un pasto desmejorado por la falta de agua, con una resbaladilla y un columpio, debajo de tres o cuatro árboles soberanos, cuyas ramas se extienden generosamente, ofreciendo una plenitud de sombra.

Hemos hecho el viaje hasta este remoto lugar para recorrer la estructura amplia y señorial, que se asoma más allá del parque, recluida dentro de un recinto demarcado por imponentes murallas evidentemente, por sus dimensiones y diseño, virreinales.

Este monasterio, un exconvento franciscano dedicado a Santa María de los Reyes, es el último, es decir el más distante, en el paisaje conventual del siglo dieciséis de la sierra sur del estado de Puebla, a partir de Amozoc y Tepeaca (cuyos exconventos ocupan un lugar importante en el centro de sus pueblos respectivos), el exconvento en ruinas y museo arquitectónico de Tecalli de Herrera (centro de una gran producción de objetos en ónice), Cuahtinchan (gran obra de rescate que abarca una pinacoteca de pintura colonial y escritura ideográfica pre-conquista), el solitario y sombrío Tecamachalco en la cima de su cerro, y Huaquechula (sede en noviembre de un concurso de altares de muertos), todos elevados sobre anteriores pirámides ceremoniales prehispánicas, finalmente proyectos de recuperación patrimonial después de siglos de abandono y negligencia, que Tomás y yo habíamos recorrido, en efecto, casi adoptado, durante los dos años anteriores.



II: El ex convento


Podemos apreciar el conjunto desde la cima de las escaleras de hierro de la resbaladilla. La vista domina el atrio, y la reja que separa el parque de la iglesia. La entrada principal en realidad se encuentra a la vuelta, sobre la calle que bordea la barranca, y se alcanza al caminar unos cuantos metros, para entrar de frente, dando directamente a la iglesia, con los arcos de la “capilla de indios” o “capilla abierta”, ahora clausurada, a su izquierda. Cinco pequeños arcos, muy sencillos, casi rústicos, se extienden del lado opuesto, sobre el lado derecho de la entrada a la iglesia. Están pintados en el tono de pálido azul verdoso como de los huevos del pájaro petirrojo. Un portón de madera, elaboradamente tallada, indica el acceso al claustro. La puerta está cerrada con un pesado candado. Un muchacho de camiseta desgastada y pantalones de mezclilla, mientras barre la arcada, nos explica que el cuidador, Javier, se acaba de ir a comer.

La iglesia, no obstante, se encuentra abierta. Dos jóvenes artesanos, que se dirigen entre sí por sus nombres – el Maestro Carlos y Ángel, su asistente—hacen una laboriosa reparación a la hoja de oro del altar lateral, y nos explican que Javier por lo general se demora por lo menos dos horas. Observan la tristeza y descontento en nuestros rostros, entonces continúan con un consuelo: no necesariamente tarda tanto, porque se conocen casos en que sólo ha tardado una hora, incluso media hora. Están haciendo mucho esfuerzo por ser amables.

“¿A qué horas se retiró?” les preguntamos. Su respuesta es vaga. En realidad, estaban ocupados en sus labores y no se fijaron. “Y, ¿ustedes no comen?” Nos explican que tomaron una torta y un refresco, hace tiempo, sentados en su andamio. Les dio flojera bajar.




III: Un jardín encantado en una viga de madera


El deterioro a la estructura lleva siglos avanzando, en parte por su ubicación tan remota, pero dos temblores menores, un año antes, abrieron grandes grietas, tumbaron parte del recubrimiento y debilitaron las extraordinarias vigas talladas, junto con sus molduras – un jardín mágico retacado de bestias mitológicas, frailes piadosos, fantasiosos guerreros precolombinos, todo realizado con exquisito detalle, de hecho una obra única entre las estructuras franciscanas de la época. Habíamos visto muchas y no existía una obra semejante en ninguna parte.

Huatlatlauca había sido, antes de la llegada de los predicadores mendicantes del siglo dieciséis, el centro de una región copiosamente habitada, ahora definida por los residentes actuales como mixteca, pero en realidad la población más temprana en la zona correspondía a los olmeca-xicalanca, grupos que habitaban la llanura costera y que penetraron en la huasteca, las praderas de Puebla, hasta Chalcatzingo y más allá en el estado de Morelos, por las faldas del gran Popocatépetl. Estos grupos posteriormente fueron relegados por el expansionismo de los bélicos chichimecas, los mismos “bárbaros del norte” que inicialmente emigraron desde Coahuila hacia el centro de México, entrando alrededor del año 1100 en el valle de Puebla.

Los chichimecas, con el tiempo, compartían el área con los popolocas, hasta que ambos fueron ahuyentados. Encontraron un refugio en la árida y pedregosa Sierra Tentzo, parte de la Sierra Mixteca entre los actuales estados de Puebla y Oaxaca, cerca de 1465, cuando entró en la zona una invasión azteca, tan intensa, y tan duradera en su influencia, que hasta la fecha se habla el náhuatl en esta, como en muchas regiones, incluso en la costa, en la sierra norte de Puebla, hasta en los valles de Oaxaca misma. De hecho, la mayoría de los festejos aquí, a más de las ceremonias religiosas, todavía se efectúan en náhuatl.

Y así se detuvo el tiempo, en parte porque Huatlatlauca dejó de servir como la encrucijada estratégica en la sierra sur de Puebla, e incluso su importancia para los franciscanos se fue amainando, al trazar nuevos caminos que conducían a más diversos mercados, mientras la mercancía llegaba por otras rutas, dirigida a otras fuentes de consumo. Huatlatlauca, por tanto, se encuentra al final – en todo sentido-- del camino vecinal.




IV. Javier

Los primeros frailes franciscanos en la misión fueron evidentemente visionarios, con un gran sentido estético. Dejaron una presencia inconfundible en las vigas talladas, a más de los páneles de madera dentro de la nave de la iglesia o alrededor del coro – tal vez el ejemplo más importante, ciertamente el más fino, de una iconografía franciscana, del siglo dieciséis todavía existente, en realidad una mitología inusitada, tal y como fue interpretada por los artesanos indígenas—pero ya para 1569 los franciscanos habían cedido su jurisdicción en la zona a los agustinos. Los nuevos propietarios, durante el siglo dieciocho, terminaron la construcción de lo que era el cuerpo principal del monasterio, para esas fechas con rasgos barrocos. Para poder apreciar cabalmente la obra, no obstante, tendríamos que esperar el regreso de Javier, el cuidador, o por lo contrario, buscar la forma de irnos tras de él.

Se me ocurrió asomarme en la tienda enfrente del parque, al otro lado de la calle. ¿Quién mejor que un comerciante para informarnos sobre el paradero de Javier? Un niño muy joven, de tal vez cinco años, estaba acostado boca abajo sobre el piso, rodeado de crayones, mientras arrancaba y tiraba las páginas de un cuaderno ya en garras. “¿Le puedo ayudar en algo?” me preguntó, con una madurez por mucho en exceso a sus años.

Traté de enfocar mi vista, entre los resplandores de sol de la media tarde, que entraban directamente desde la puerta de la calle al interior del local. Poco a poco podía discernir los pequeños vestidos blancos colgados por diminutos ganchos alrededor de las paredes de la tienda. Evidentemente no se vendían con regularidad ya que la mugre de años manchaba las telas. Dentro de una vitrina se percataba joyería de plata, sin pretensiones. Un foco pendía de un largo cable sujeto al techo.

“¿Dónde está tu mamá?” le pregunté al niño. “¿Te encuentras aquí tu solo?”

“Yo cuido la tienda,” me dijo, con gran ceremonia, pero no se levantó del piso. Más bien me cerró un ojo. El guiño de un comediante. “Mi padre se encuentra en el campo y mi mamá en la panadería.”

En ese momento entró desde la calle una niña. Tenía tal vez siete u ocho años, quizás más, y estaba muy ocupada. Tenía prisa. Cargaba en su mano una hoja de papel de estraza. Obviamente iba rumbo a la tortillería. Le pregunté si conocía al cuidador del exconvento. Me dijo que sí, y empezó a explicar, en elaborado detalle, cómo llegar a la casa de Javier. No podría haber sido tan complicado, menos en un pueblo que contaba con sólo dos calles, pero por una parte, no todo el mundo cuenta con el don de la descripción, y por otra, descubrimos con la experiencia que la gente de habla-náhuatl es por su naturaleza muy verbosa.

“Sería bueno que me llevaras,” le dije, “para que no me pierda. Podemos recoger de regreso tus tortillas. ¿Por qué no le preguntas a tu mamá si no le importa?”
Parece que estaba de acuerdo, porque me tomó de la mano y me llevó por la calle, pasando primero la puerta de junto, aparentemente alguna especie de oficina, todavía con un viejo escritorio, hace mucho abandonado. La puerta a continuación revelaba una fonda con cuatro mesas, sus comensales comiendo sistemáticamente, sin mayor expresión de júbilo o aprecio. Justamente antes de que la calle se desplomara en una barranca se encontraba la última puerta, de metal, caliente al tacto, que conducía a un espacio oscuro dominado por un enorme, pero muy desgastado, horno panadero, su parilla de gas a toda capacidad. Faltaba oxígeno para respirar y el aire disponible estaba espeso con grasa. Hacía calor, más que en la calle.

Una mujer de veintiocho o treinta años, de camiseta muy delgada por muchas lavadas, falda de algodón desteñido, sandalias de un cuero muy desgastado, y un collar de semillas hiladas en su cuello, se encontraba doblada arriba de un gran tazón de masa. Sacaba pequeñas cantidades que iba formando en sus manos. “Mis polvorones,” me dice, como si nos hubiésemos conocido hace años.

Acomodaba sus polvorones ordenadamente en charolas galleteras. Un joven, según ella me lo explica, el mayor de sus cuatro hijos, en ese momento retiraba una lámina de polvorones del horno. Inmediatamente la mujer me dio a probar uno de ellos. Al titubear, me insistía. Estaba delicioso. Quería pagarle, para poder llevar más, ya que Tomás me esperaba en el parque de enfrente, pero no me dejó. “Son los tradicionales polvorones de Huatlatlauca,” me dice. “Ayer me tocó hacer bolillos, entonces hoy tengo que hacer el pan dulce y los polvorones.”

Ya somos grandes amigas. Amelia, se llama. La niña le había explicado que buscamos a Javier, el cuidador del exconvento, y con eso Amelia me abraza, con una efusiva sonrisa. “Es mi primo. No tarda en llegar.” La contemplo mientras forma y hornea sus polvorones y seguimos platicando, cuando abre la puerta, y entra el sol de la calle, como una aureola alrededor de un hombre chaparro y fornido, su mano extendida hacia mi, a manera de saludo.

“¿Quién me busca? ¿Para qué soy bueno?”

Apareció Javier, en pantalones de algodón negro, bien usados, una camisa de mezclilla y sus pies, torcidos por una juventud pasada en la labor del campo, metidos a la fuerza dentro de huaraches de piel tiesa. Colgaba de su mano un niño muy serio, de unos cuatro o cinco años de edad.

“Miguel Ángel nunca me suelta,” me dice Javier, mientras le pone un polvorón en la mano al niño. “Le encantan los polvorones de Amelia. Son nuestra gran tradición. Los hace especialmente en enero, para la fiesta de los Santos Reyes.”

Me explica Javier, quien ya se presentó formalmente (“para servir a usted y a Dios”), que uno de los festejos más imponentes y significativos del pueblo se celebra con la Epifanía, o Día de Reyes, el seis de enero. “Hacemos ofrendas de palmito, que todavía crece por acá.” En la antigüedad, me explica, el palmito servía como un símbolo de fertilidad, pero ahora se aplica a los emblemas cristianos. Los adornos, me dice, incluyen las tres figuras de los santos reyes en sus nichos sobre el altar mayor, dentro de la iglesia del exconvento. “Durante seis días un mayordomo de cada uno de los cinco distritos, por turno, ofrece una fiesta, lleva flores al templo y sacrifica una res para proveer al pueblo entero de un banquete. Tiene usted que regresar, para celebrar con nosotros.”

También, me explica, se celebran un jaripeo, la Danza de los Moros y Cristianos, y una presentación teatral del “Ángel Caído”, designado indistintamente Bezelbel, Belial, Mastemah, Lucifer y Satanás, que acontece dentro del atrio de la iglesia. Javier me observa mientras tomo nota de los nombres en mi cuaderno. Se asoma para ver si los escribí bien, mientras Miguel Ángel, con un polvorón en cada mano, se ha acomodado en un banquito en la esquina de la panadería.

Los festejos, dice Javier, aportan al éxito de la ocasión, para la cual los organizadores han laborado durante un año entero. Durante los otros once meses una cofradía, con custodia rotante, cuida las capillas de cada jurisdicción, y así ha sido la vida, sin más interrupción, a pesar de los temblores o las reparaciones a su hermoso monasterio, desde el siglo dieciséis.




V. El claustro


Cruzamos la plaza y buscamos a Tomás, quien todavía me espera en el parque. Ahora, guiados por Javier y Miguel Ángel, y fortificados con una bolsa de polvorones, obsequio de Amelia, ganamos acceso al extraordinario repertorio de imágenes bíblicas que decoran los muros de los niveles tanto altos como bajos del interior del claustro. “El arte es gobernado por la imaginación,” dijo Benedetto Croce, en la Florencia del Medioevo. “En la imagen – creada, interpretada-- se descubre su única riqueza.”

Las pinturas de Huatlatlauca habían sido restauradas varios años antes de nuestra llegada, pero de nuevo se habían desdibujado. Parecían dormidas y acabadas de despertar, dentro de un pálido y somnoliento espacio, de hecho pequeño, muy sacudido por repetidos temblores que evidentemente, al juzgar por el diseño de las columnas rechonchas y bajitas, desde el inicio de su construcción. Es una arquitectura pragmática, acomodada con sensatez a una realidad de la región.

Las figuras pintadas sobre los muros del nivel inferior, rodeadas por intrincadas guirnaldas de flores y las enormes y fantasiosas hojas de árboles imaginarios, incluyen a Santa Mónica, naturalmente, porque era la madre de San Agustín, pero abarcan también a San Nicolás de Tolentino, patrono de las almas del purgatorio (devoción de los agustinos recoletos), San Guillermo (el monje templario de Tolosa que ahuyentó a los musulmanes del sur de Francia), y una selección entre sus mártires desde el inicio de la orden agustina.

El friso, muy dañado, que forma la franja superior de la composición, abarca santos y apóstoles, enmarcados por medallones, y envueltos por plantas, pájaros, animales y ángeles, repetidos como el ritmo de una canción, una y otra vez, entrepuestos con el Ángel de la Muerte y los emblemáticos Siete Pecados Capitales, al igual que pastores compasivos, frailes benévolos, y un coro de eufóricos sacerdotes, todo ejecutado con gran ingenuidad y simbolismo, que nos va enseñando, señalando con su dedo, el pequeño hijo del cuidador

Más elaboradas, y mejor conservadas, son las cuatro pinturas adicionales que decoran los cuatro rincones del patio. Describen dos incidentes presumiblemente documentados durante la flagelación de Cristo, a más de la Crucifixión y la Resurrección, eventos fácilmente asociados en la mente de los indígenas con la transfiguración de sus deidades antiguas, que se crearon y se recrearon a voluntad – hombres-jaguares, mujeres-serpientes, reyes infantes descendidos de los dioses con el derecho al trono—ratificando así su divinidad y el privilegio de gobernar, mientras transforman los santos en el papel, señalado especialmente, de “deidades protectores”. Y así se edificó no sólo una misión evangelizadora, no únicamente una religión importada de tierras lejanas, sino un sincretismo, que se proyectó en el mestizaje.

La imposición católica a la cultura indígena, aunque destruyó edificios y transformó ídolos, desarrolló una síntesis pocas veces presenciada en la historia de las conquistas. En México se creó una cultura nueva, una vital compaginación mitológica, que evolucionó junto con una nueva raza, hasta que se borraron las distinciones entre uno y otro. Lo que existió, a la llegada de los españoles, no se abolió, sino que se convirtió en una narrativa, para hacerlo accesible, lo mismo en el siglo dieciséis como en la actualidad.

“¿Qué le parecen mis santos?” me pregunta Javier. “Yo llevo desde la edad de Miguel Ángel cuidando este claustro. Ayudé a los restauradores, incluso me dejaron pintar las flores. Cuando Hernán Cortés pasó por acá, dejó los frailes que fundaron la misión y desde entonces, nuestra gente ha pintado la historia de la fe. ¿Ustedes sabían que Cortés pasó por acá? Estamos en la mera ruta de su entrada al valle de Puebla, cuando venía con sus soldados y sus caballos, y le seguían los enemigos de los aztecas. Aunque hablamos su idioma, todos éramos enemigos de los aztecas. Cortés venía a liberarnos, y a traernos una nueva cultura. Ahora bien, ¿ya apuntó usted todo, en su cuaderno? Si algo le faltó puede verlo de nuevo, cuando regresan en enero para la fiesta.”




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