domingo, 19 de julio de 2009

Luis Fernando Camborio

CAPÍTULO VII: LUIS FERNANDO CAMBORIO
por Carol Miller (extracto de "México Mío", en libro en proceso)



Nació en La Mancha, una región ubicada sobre aquellas llanuras yermas de Castilla, normalmente identificadas con el Don Quijote de Cervantes.

Y, al igual que el personaje monomaniático de Cervantes, Luís Fernando Camborio (un nombre ficticio para fines de este relato) dedicó su vida a una causa desesperanzada.

La Guerra Civil, por la oleada de refugiados obligados a abandonar su país, su familia y su hogar por su causa, incluso hasta la fecha conocida en España simplemente como “la guerra”, de alguna manera, aunque pertenecía al pasado, para Camborio persistía en el presente, y dominaba su existencia, al igual que las profecías pronunciadas desde su cómoda morada en México, a mediados de los años setenta: (Franco va a caer, Franco va a morir, Franco va a ser remplazado, Franco mágicamente va a desaparecer). Así logró perfeccionar la valentía definida en el exilio, a más de una desgastada percepción de amor por la madre patria aumentada en el placer de la memoria, de manera que convergieron, para proveer a Camborio de un tema permanente de conversación, con una tristeza eterna, aunado a la sensación, más bien consigna, de haber vivido, y perdido, un compromiso con la historia.

Mientras tanto, su diminuta y poco distinguida figura ya encorvada, los surcos aumentándose en su rostro siempre patético, Camborio fue conservado como una reliquia—un ídolo que se respeta como emblema de un culto-- por su círculo de amistades, y señalado (con orgullo) como testigo de un evento tan lejano como hubiese sido la caída de Constantinopla o la ejecución de Maximiliano: algo vago, fenómeno de un pasado desdibujado, como una cátedra que trata de una historia ya no relevante.

Así pasaron los años, Camborio en la contemplación de su esposa y sus hijos, para él una realidad relativa, revelada más bien mediante el reflejo archivado en sus recortes y escritos, sus documentos y testimonios, ya amarillentos, hechos perecederos por el tiempo, y las fotografías que se habían desmoronado, pero que le ayudaban a cultivar sus reminiscencias alrededor de una paella, junto a su alberca en Cuernavaca, ciudad – para él inculta, banal, aburrida-- que le agradaba más que nada por lo benévolo de su clima.

Durante los años de la Guerra Civil, por tanto, desde 1936 hasta 1939, incluso durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, cuando hasta 1942 seguían arribando al puerto de Veracruz los exiliados españoles todavía refugiados en Francia o Marruecos, decenas de miles de desamparados descubrieron la simpatía, y la irrestricta –aunque no enteramente altruista—hospitalidad de México, que alentó un Gobierno en el Exilio, con el cual se mantuvieron relaciones pese a las presiones internacionales que inexplicablemente –incluso los más democráticos entre ellos—habían pactado la diplomacia ortodoxa con Franco.

México había sido generoso con los refugiados españoles. La postura oficial, pilar de la política exterior del país – no-intervención, auto-determinación para todos los pueblos—se reforzó cuando se estableció una postura que duró cuarenta años, hasta la muerte del dictador el veinte de noviembre de 1975, en cuyo momento se instituyó de nuevo en España la monarquía y se restablecieron las relaciones diplomáticas convencionales.

°°°

Aunque la atracción intelectual, étnica y social del español hacia México era natural, con quinientos años de antecedencia histórica, México en sí, a nivel popular, tendía a una dicotomía que fluctuaba entre la xenofilia y la xenofobia. Niños, desde su infancia, fueron inculcados en contra de los “gachupines”, aquellos españoles que llegaron a conquistar, colonizar y subyugar “un pueblo orgulloso”, y que habían aportado, en parte involuntariamente, a la formación de una nueva raza, una raza mestiza, es decir, mezclada, que abarcaba un panorama de frustraciones y complejidades, tanto morales como emocionales.

En España, sin embargo, durante los siglos de intenso compromiso intelectual y político, que por fin, me dice Camborio, se comprometieron a los ideales y en su ideología a los cuestionamientos europeos de los años treinta --y esas aplicadas a las posturas internas de un país en busca de una identidad en el siglo veinte-- poca gente, entre ella Camborio, dedicaba excepto un interés pasajero en México, que estaba viviendo su propia transformación política y social a partir de la revolución.

“Me habían platicado del general, luego presidente, Calles,” me explicó, “y tuve que admirar su postura anti-clerical, ya que España tradicionalmente vivía bajo el yugo de la Iglesia Católica, por tanto se había considerado como ‘atrasada’, y completamente aislada. ‘Europa comienza a partir de los Pirineos,’ se decía. Cuando llegamos a principios del siglo veinte vivimos un conflicto terrible, entre el clero y las fuerzas de la reacción por un lado y la apertura hacia los principios del socialismo por el otro. Quedamos apretados entre los intereses políticos internacionales y el balance del poder en Europa. Acabamos como campo de prueba para todo el armamento que finalmente emergería en la Segunda Guerra Mundial. Éramos títeres, nada más, como siempre, ante el capricho de todos los movimientos. Claro está, en aquel entonces, los adeptos de cada tendencia creían fervientemente en la validez de su causa, pero hubo una gran desunión dentro de la izquierda, que la condenó a la derrota. Al parecer, todo el siglo veinte ha sido una prueba de armas, frente al desgaste de los valores humanitarios. Y, ¿México? Nosotros sólo escuchábamos los rumores y las anécdotas, de la sublevación que pretendía cambiar la historia, y que acabó en militares corruptos, y la traición de los ideales de la revolución. En todo caso, para nosotros, México era un nombre vago, allá al otro lado del mar, que fácilmente se confundía con Argentina, o Venezuela, o Brasil, o tal vez Costa Rica, que nos dijeron era culto y civilizado. ‘América’ era un término indefinido. No nos habíamos hecho conscientes de un vasto continente, en realidad dos continentes, en donde cualquiera de sus territorios importantes excedía en tamaño por mucho al conjunto de toda Europa.”

Camborio, en aquel entonces un joven apasionado, deseoso de cambiar el mundo, se involucró en el movimiento estudiantil. Colaboró como articulista en varias publicaciones liberales. “No tenía nada que ver con el comunismo,” me dice. “Quizás ahora el mundo lo entiende, y se avergüenza de habernos abandonado. En aquel entonces, sin embargo, lo liberal equivalía a lo radical, y cualquier tendencia de izquierda se asociaba con la nueva Unión Soviética, apenas viviendo un proceso de definición en sus valores y consolidación en su revolución. La psicosis anti-comunista, a la luz de la historia, no fue más que un artefacto político, alentado por la ultra-derecha: la Iglesia y los terratenientes que temían por lo que podrían perder. El mundo, sin embargo, estaba cambiando. Fuimos el instrumento del cambio, pero también fuimos las víctimas de un inevitable proceso histórico, que se nos salió de las manos.”

En aquel entonces la mayoría de los españoles, según Camborio, tenían fama de ser insulares. “Se hicieron notorios por su carencia de destreza lingüística, y llevaban un largo legado de indiferencia ante los cambios más allá de sus fronteras. Al menos que se alejaran de España en busca de trabajo, vivían encerrados en su incultura, en su escasa o deficiente educación, en lo limitado y limitante de sus costumbres y tradiciones.” Camborio fue, tal vez, la excepción. Se expresaba con ánimo y furia, respecto a los asuntos que le irritaban.

“Fueron los ingleses los culpables,” insistía Camborio. “Los británicos siempre a la rapiña. Primero, por su avaricia, traicionaron a la familia Romanoff. Fueron históricamente ciegos. Luego permitieron que Hitler se encumbrara, como amortiguador en contra de los bolcheviques. Y, ¿Palestina? Usaron Israel, y la avidez judía por obtener un país propio, como amortiguador en contra de los árabes. Sólo querían el petróleo. No nos podemos olvidar del petróleo. Entonces, ¿qué teníamos nosotros, en España, que tanto aspiraban a dominar? ¿Fomentaron, acaso, nuestra lucha interna, con tal de quedarse con Gibraltar? ¿Tanto por tan poco?”

La lucha fue una infusión que tardó mucho en concentrarse, me explica Camborio, en definirse como color y sabor, en manifestarse como producto de huelgas, protestas, manifestaciones, represiones obreras y estudiantiles, golpes de estado y la abdicación del rey. Finalmente brotó en 1936. “En una guerra civil el enemigo se encuentra adentro. ¿Cómo haces la distinción entre un ‘patriota’ y un ‘terrorista’? Se vuelve invisible la línea de fuego. Si acaso, pasa solamente por los corazones de los hombres. Nadie nos invadió. Nadie nos amenazó. No percibimos ningún uniforme enemigo descender sobre nosotros. Fuimos nosotros mismos. Todo fue tan absurdo. No podíamos creer lo que ocurría. En aquel entonces, hablando entre nosotros, nos dijimos ‘es apenas el principio. Se está preparando el escenario para el teatro que sigue, para los eventos que transformarán los países de Occidente. Se resolverá la lucha de clases durante el resto del siglo.

“Nosotros, además, estábamos en lo legal. La república fue democráticamente elegida. Éramos el gobierno legítimo en España. Y nadie nos ayudó. Los países supuestamente democráticos nos dieron la espalda. Sólo llegaron unos jóvenes idealistas de Estados Unidos, en oposición a su gobierno, que luego mostró su gratitud en las investigaciones del comité de McCarthy, marcándolos con el sello de la traición y la vergüenza. Mientras tanto, el mundo armó a los fascistas y muy entretenido, como espectador frente a una comedia de la vida real, nos contempló en nuestra miseria. España, ¿qué era? Una larga historia de discordia interna, torpeza política, caos económico. Fuimos siempre los iconoclastas de Europa, pero paupérrimos, que mandamos nuestros hijos y hermanos y primos a trabajar en otros países porque en casa no encontraban ni trabajo ni comida. Éramos un desastre. ¿A quién le importaba sacrificar un desastre en el altar de la política?”

Camborio conoció una mujer tan involucrada como fue él mismo en las causas de la reforma. Se enamoraron perdidamente, y su pasión se alimentó en el furor de los eventos que transcurrían a su alrededor. Se casaron. Muchas veces sus respetivos asuntos los separaban. Ella colaboraba en la publicación y distribución de material escrito – “Llámalo información o propaganda, pero así fue”—y él hacía varios viajes a los Pirineos para ayudar a aquellos republicanos en la lista de los más buscados. “Arreglaba sus papeles aunque fueran falsificados, compraba armas, trataba de importar medicinas para los heridos.” Mientras tanto, la pareja vivía su idilio marital, lo que Camborio definía como “una existencia comprometida”.

En una ocasión sus hermanos de armas lo enviaron a Barcelona. Le encomendaron un grupo de jóvenes intelectuales que el gobierno había consignado a campos de concentración en Francia. Tenía que interceptar la acción. Se enteró que su propio nombre aparecía en la misma lista. De hecho, todos estaban destinados al paredón. “Abordé un barco, viejo y oxidado, con destino a Marsella. Era el único barco que podíamos conseguir. Antes de que zarpara me enteré del arresto de mi esposa. Me quise bajar para ir a buscarla. Mis compañeros no me dejaron. Me advirtieron que la noticia era falsa. Era un intento de interferir con mi misión y lograr que regresara a Madrid, para arrestarme también. Si es que a ella la tenían confinada, fue precisamente por cargos relacionados con mis propias actividades, pero a ella, en lo personal, no le iban a hacer nada. Mis compañeros me convencieron que no había nada que pudiese hacer por ella. Al desaparecer yo del escenario, la dejarían en libertad. Mejor salvar la crema y nata del joven idealismo de España y sacar estos chavales de la línea de fuego. Más adelante serían más útiles. Me insistieron. Me rogaron. Les hice caso.”

Recorrieron el bloqueo entre Barcelona y Marsella. Ya, dentro de territorio francés, indagó Camborio por el paradero de su esposa. “Fue un bombardeo de versiones contradictorias. Ella fue sometida a la tortura. No, no era cierto, estaba bien. No, falso, estaba muerta. Tampoco: estaba viva pero enferma. Falso nuevamente: los franquistas la habían soltado a la libertad. No, finalmente fue confirmado. Estaba muerta. Murió bajo tortura en una prisión fascista.”

El barco, bajo amenaza de ataque por submarinos enemigos, atravesó a oscuras el Mediterráneo, hasta llegar a Casablanca. “Todo el mundo, yo entre ellos, estábamos aterrados. Hombres fuertes, veteranos de muchas batallas, se desmayaban de miedo. ¿Llegaríamos a Nordáfrica? Finalmente atracamos, y con la ayuda de la Resistencia nos abastecimos con combustible y víveres, y luego a cruzar el Atlántico. El agua se metía al barco, se descompusieron los motores, sobrevivimos tormentas en alta mar, pero en momentos podíamos conversar, escribir, hacer planes.”

Tardaron veintinueve días en la travesía. Por fin arribaron a Santo Domingo pero inmediatamente fueron alejados del puerto, entonces conocido como Ciudad Trujillo. Sus aliados les tenían preparado un campamento en medio de la selva. “Tuvimos que construir. Hicimos nuestras viviendas, una escuela, una casa que nos servía de centro comunitario. Plantamos cosechas. Siempre me ha gustado la arquitectura y el diseño,” se recordó, “y todo aquello me sirvió de experiencia.”

Conoció una joven, una catalana que se había escapado con ellos desde Barcelona. Se enamoró de ella y se casaron. Nació su hija y permanecieron durante dos años en la República Dominicana, hasta que les llegó la noticia del descontento del dictador Trujillo con su presencia “inconveniente”.

“Yo creo,” me dice Camborio, “que en un principio nos vieron como sangre nueva. Nos recibió una población pequeña, prieta, y nos describieron como los ‘blanqueadores’ de la raza. Con el tiempo, puesto que nos confinamos a nuestra comunidad y no nos mezclamos con los nativos, el dictador tal vez temía represalias de los Estados Unidos, del cual dependía para sostener su posición, a la cabeza de un gobierno ilegal y abusivo. Todavía faltaban décadas para que ‘los derechos humanos’ se volviesen un asunto noticioso, pero siempre persistía la presencia incómoda de todos esos refugiados, con una política diferente a la suya, y los protocolos de Ginebra que supuestamente regían su trato. Una vez que iniciamos la circulación de nuestro propio periódico, aunque fue escrito a mano, el dictador se puso nervioso.”

Camborio, con su nueva esposa, su hija y una selección entre los refugiados, se trasladaron a Cuba, para encontrarse con otros exiliados. “Fulgencio Batista, con el tiempo, se reveló como un dictador de la estirpe de Trujillo, pero inicialmente nos recibió con calidez y hospitalidad. Nuestros números incluían a importantes intelectuales, aquellos que habían sobrevivido la guerra. Claro está, Lorca ya se había muerto. Otros muchos también perecieron. Pero nosotros, los sobrevivientes, pasamos tiempos memorables, con bastante ron caribeño y todos nuestros recuerdos. Hemingway, naturalmente, fue una fuerte influencia, en el centro de nuestros rangos. Tenía una personalidad tan recia. ‘Ernesto,’ le decía, ‘te rajaste. Buscaste el camino fácil. Te uniste a nosotros y luego nos dejaste.’ Me dio la razón. Era un cobarde, toda su vida. Hasta su muerte fue una cobardía. Le dije, ‘Oye Ernesto, aquel libro tuyo, ¿Para quién doblan las campanas? También es una falsedad.’ Nos explicó que su casa editorial exigía una moderación. Tuvo que ensuavizar el enfoque político. Quizás. Yo creo que no más era un cobarde.”

Todos los liberales de La Habana participaban en aquellas veladas. “Incluso, contamos durante un tiempo con Fidel Castro, hasta que decidió que le convenía más estar por otro lado.”

Los Camborio tuvieron otro bebé, esta vez un varón. “Éramos una buena pareja,” me dice. “Estábamos muy enamorados. Nos acomodamos bien con nuestros dos hermosos hijos. Teníamos la vida por delante y muchas ilusiones.”

Cuando Cuba se volvió incómodo y su presencia un problema político, se trasladaron de nuevo, ahora a México, ya para esas fechas una leyenda en sus vidas. “La tierra de la libertad,” me dijo. “Según todas las versiones que escuchamos, México era lo que habíamos soñado. Una nación de libre expresión, libre empresa, libre pensamiento, sin intromisión de la Iglesia en los asuntos de los pintores y escritores. Podíamos escribir lo que quisiéramos, y nos sentimos a gusto, pero en el fondo siempre pensamos que algún día iríamos a casa, de regreso a España. Conocí mucha gente en México. Tuve muchas oportunidades. Si no las aproveché es en parte porque no tengo una buena cabeza para los negocios pero en el fondo no quería sembrar raíces demasiado profundas, porque a lo mejor, en cualquier momento, me iba del país.”

Le ofrecieron los contratistas mexicanos grandes proyectos para edificar desarrollos residenciales y torres de oficinas. Eran los prósperos años sesenta, luego principios de los setenta. “No tenía caso,” Camborio les decía. “Dentro de poco me regreso a España.” Pasaron los años. Nació su tercer bebé, otra niña. Ni él ni su esposa querían adquirir en exceso, ni ropa ni muebles. Su vida social se confinaba a sus relaciones con otros refugiados, para tener con quien conmiserar, y sus hijos asistían a escuelas españolas, donde encontraron una causa común con otros niños criados en el exilio. “Ya es el final de Franco. Pronto irémos a casa.”

Un día llegó la noticia. En el fondo siempre lo sabía. Lo intuía. “Era telepatía,” me decía, “o era mi anhelo. De alguna manera me latía.” Su primera esposa vivía aún. No solo eso: había llegado a México. Se encontraba hospedada con amigos mutuos, también refugiados, en un modesto departamento de un edificio por la calle de Dolores, cerca del Mercado San Juan.

Camborio, abrumado por los hechos, confuso, ambivalente, le contó a su segunda esposa la historia, que hasta ese momento le había ocultado. No escatimó ningún detalle. “Debía de habérsele contado antes,” me confesó, “pero nunca había podido hacerlo. Yo también soy un cobarde. Mi segunda esposa me ofreció el divorcio, pero ¿cómo podía dejarla?” Estaba llorando. Las lágrimas escurrían por sus mejillas y caían al pañuelo que sujetó en su mano, como si se le fuera a escapar, como si fuera la esposa que no quería renunciar. “La amo,” me dijo, mientras secaba sus ojos de claro azul, “la quiero profundamente. No me sentía dispuesto a renunciar a mi matrimonio, mis hijos, mi vida y mis amistades.”

Su segunda esposa sugirió que se reuniera con su primera mujer, que le ofreciera algún tipo de asistencia económica – lo menos que podía hacer—e insistió que debía de arreglar sus viejas cuentas sentimentales, de una vez por todas. Camborio agradeció su compresión y apoyo. La abrazó y la besó, la sujetó a su pecho, como para no soltarla jamás.

Sin embargo, en el momento de enfrentar a su primera esposa él fue sacudido por una avalancha de sentimientos encontrados. Surgió su vieja pasión por ella, y la deseó intensamente. Fue imposible para él ignorar la magnitud de su amor. La adoraba en ese momento, y la quiso como la había querido antes.

Y todo lo que sentía en ese instante se complicó, me dijo, con sus culpas, remordimiento, indecisión, todo aunado a las lealtades conflictivas que habían conducido al arresto de esta pobre mujer, la tortura que tuvo que soportar, sus enfermedades, los meses de prisión, el dolor y la soledad que se habían prolongado durante tantos años. Con eso, y la madurez del tiempo transcurrido, se sintió a la altura de sus circunstancias. Decidió ser franco y cándido con ella. Le platicó en detalle de su situación del momento, de su segunda esposa y de sus tres hijos, mientras juró, sollozando, de sus intenciones de permanecer con ella, su primer amor, su verdadera pareja, su compañera ideológica. Y luego, la noticia que hizo aún más grave y conflictivo todo lo ocurrido: se enteró, para su sorpresa, que con su primera mujer había tenido una hija, ya crecida, quien llegó a México como refugiada al lado de su madre.

Con eso se le presentaron a Camborio dos problemas. Después de mucha deliberación encontró la solución. Alquiló un departamento en la capital para poder ubicar con dignidad y espacio a su primera esposa y su hija. Luego, con tal de alejar a su otra familia, optó por trasladarla a Cuernavaca, para allí establecer una residencia con su segunda esposa, a más de los tres hijos que compartían. Los inscribió en una escuela apropiada donde predominaban los hijos de españoles, y para tener entretenida a su mujer, se incorporó a las actividades que regían la vida entre la sociedad de Cuernavaca – el ténis, el golf, club de arreglo floral, comidas, eventos de beneficencia, fiestas. De hecho, vivía de planta, dentro de lo que era para él los parámetros de lo frívolo y banal, con su “familia”, pero visitaba su primera mujer en la ciudad, por lo menos tres veces por semana, para hablar de libros, poetas, música y política—lo intelectual y sobresaliente, según él mismo decía-- y la hija atribuía las ausencias regulares del padre que acababa de descubrir a las exigencias de sus compromisos de trabajo.

Para esas fechas la segunda esposa estaba asediada por sus sospechas, que fueron nutridas en sus celos crónicos. ¿Por qué tanto viaje a México? ¿Por qué los ajustes al presupuesto familiar? ¿Por qué tantos compromisos de trabajo, relacionados con asuntos efímeros: proyectos que nunca se realizaban, escritos que nunca se publicaban, juntas con “socios” que ella no conocía? Podría haber dejado las cosas por la paz. Bien podría haber contemplado un vaso medio lleno, mas no, lo veía medio vacío, y sintió obligada, en efecto, obsesionada, con la idea de indagar en sus inquietudes, con tal de averiguar la verdad, que cada día le pesaba más. Habiendo ofrecido a Camborio su libertad, que él rehusó, ahora lo consideraba su propiedad personal. Ella percibía a si misma como la vencedora en una lucha no sólo afectiva sino también territorial, que sirvió, extrañamente, para aumentar su amor. A Camborio, ella me decía, lo adoraba, y quería todo de él, o nada.

Inicialmente aplicó horas aisladas de su tiempo, luego días completos, finalmente semanas, hasta meses, en buscar entre los archivos oficiales del exilio. “El que hurga, encuentra,” y así fue. Cuando le confió a una compañera de ténis los resultados de su indagación, la amiga le aconsejó bien: “¡Olvídalo! Tiene una hija. ¿Qué más da? Está cumpliendo como hombre a los compromisos de su pasado, pero a ti, ¿qué? Lo que no fue en tu año no es en tu daño. Evidentemente le sobra el amor, porque le alcanza para todos.”

Con eso la esposa respondió: “no es amor. Es traición. Yo le ofrecí su libertad cuando empezó toda esta situación, y me declaró su devoción eterna. Ahora no hay paso para atrás.”

Decidió confrontar a Camborio. Tenía en su poder la constancia de su infidelidad, más bien ambivalencia, para no calificarlo como bigamia. No sólo continuaba la relación con la primera esposa, le decía, sino que también existía una hija. Cuando Camborio reiteró su compromiso con ella, a más de su amor eterno, le había mentido.

Ella le recalcó rotundamente: una mentira es un engaño, de hecho una traición. Es más: su vida entera había sido una mentira.

Él empalideció. Trató de justificarse. “Por mi causa esta mujer soportó torturas, prisión y malestar. Tiene un solo riñón. ¿Cómo puedo abandonarla? Fuimos compañeros en la lucha. Tenemos en común una hija. No pidas que sea yo injusto, ni con ella y ni con la ideología que nos unió.”

A causa de las constantes riñas, la tensión y los celos, y después del desgaste de las horas que había pasado, recluida en los archivos fríos y oscuros, llenos de polvo, la segunda esposa se enfermó. Camborio, inicialmente consternado, decidió llevar su primera esposa de México a Cuernavaca para cuidarla, mientras la hija se mudaba con la familia de una compañera de clases. Cuando la segunda esposa se percató de la identidad de la condescendiente mujer que la cuidaba y que la atendía, se enfureció. Casi mágicamente recobró su salud y vitalidad. Corrió tanto a su marido como la mujer a la calle.

Al poco tiempo la primera esposa, siempre delicada y con su salud seriamente afectada a partir de la guerra, falleció, dejando a Camborio con la responsabilidad de su hija. La mandó a un internado de buena fama, donde permaneció hasta el día de su boda. Evidentemente había logrado una buena alianza con una importante familia de refugiados españoles. Camborio mismo la entregó en la iglesia. La segunda mujer, ahora la esposa única y sobreviviente, se enteró del evento. Fue consumida por el coraje que le provocaron las fotos, y la reseña social del evento, que aparecían en todos los periódicos y revistas de México.

“Me quedé muy solo,” un día me dijo Camborio, “y tengo que convivir con mi soledad. Únicamente encuentro mi solaz en mis recuerdos, de los dos grandes amores que viví, y que perdí, como perdí mi país, mis ideales y mis aspiraciones. Mi vida es un fracaso y yo soy un farsante.”

Se encuentra en el sillón de la terraza, junto a la alberca de la casa que construyó en Cuernavaca. Más tarde, ya aburrido, me invita a acompañarlo mientras se retira a su estudio en el piso superior, con su modesta biblioteca, y el clima artificial. “El ambiente de Cuernavaca es muy hostil para el papel. Tengo que cuidar mis libros.” Entre sus tomos preserva las viejas ediciones que describen el idealismo de la república, publicados antes de 1936, a más de sus colecciones de poesía. Admira en especial a Lorca. Recita bien, con sentimiento y naturalidad, y cuando respondo con entusiasmo se siente congraciado.

“El Romancero gitano,” me dice, con un suspiro. “A mi me fascina, y a ti también. Lo sublime del idioma castellano. El castellano hecho universal. Me recuerda la obra de los poetas galeses e irlandeses, celtas como nosotros del norte de España, gente de la palabra como imagen irisada, la palabra como rapsodia, la palabra como elegía, pérdida, perfidia. ¡Qué bueno que lo podemos compartir! Mi esposa dice que es cursi. Que ya pasó de moda. ¿Cómo puede ser? Yo creo que ella se ha vuelto insensible. Antes, cuando estábamos enamorados, El romancero le encantaba.”

Bajamos de nuevo a la alberca, donde proceden los preparativos para la reunión sabatina, con botanas de morcilla, jamón serrano, chorizo español, aceitunas rellenas de pimiento, todo importado, a más de una buena tortilla de patatas, frita en aceite de oliva español. Ya llegaron sus amigos. Empiezan a discutir la política de México, la situación económica en el país, lo sobresaliente de la cultura, pero nada relacionado con España. Camborio se siente defraudado y ausente. “A nadie le interesa lo que yo pueda aportar,” me dice, “que a estas etapas ya es poco.”

Su esposa, buena cocinera, prepara los alimentos para los invitados y pone una mesa espectacular, con copas de Baccarat, mantel de encaje y fina vajilla, que a pesar de sus juramentos—de no llenar su vida con caprichos materiales porque ‘en cualquier momento’ podrían volver a España—daban lujo y elegancia al jardín frondoso de su airosa casa.

El ambiente, sin embargo, carece de armonía. Camborio está deprimido. Para no provocar el abierto desprecio de su mujer, habla poco. “Estoy escribiendo un libro,” me confía, en voz baja. “Voy a documentar el epílogo de la Guerra Civil, y el impacto que tuvo en la psique y esencia de los refugiados. Sin embargo, cada día me cuesta más trabajo poner orden a mis pensamientos. No hay mucho de que hablar aquí en Cuernavaca. El clima, el ténis, las fiestas, asuntos locales. Me acomodo mejor dentro de mi soledad, donde nadie me hostiga. Me refugio en mis recuerdos. Mantengo vivos mis rencores. Despierto en la noche con nausea y pienso que estoy en la cubierta de ese viejo barco oxidado. Duermo la siesta y despierto sudando, en la selva de la República Dominicana. Regreso a ese día bajo un sol candente, en que atracamos en Veracruz, con los jarochos cantándonos la bienvenida. Lloramos de emoción y les cantamos a ellos, como respuesta. Nos recibieron con flores y frutas tropicales, y se abrieron nuestros brazos a un nuevo mundo. Dirás que vivo mucho en el pasado. La verdad, es que no tengo presente.”

oOo

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